Entre dos y tres adultos de cada diez sufren hígado graso: ¿cómo podemos prevenirlo?

Salud
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El sobrepeso y la obesidad son una clara amenaza para la salud pública en nuestros tiempos. Su prevalencia ha ido creciendo, y lo sigue haciendo, en los últimos años. Además, existen muchas enfermedades y complicaciones asociadas que dificultan aún más este formidable problema. Y entre ellas, destaca la enfermedad del hígado graso no alcohólico.

Nos referimos a la enfermedad hepática crónica más común en las sociedades occidentales, que afecta a entre el 20 y el 30 % de la población adulta. Se caracteriza por una acumulación excesiva de grasas en el interior de las células del hígado, lo que provoca alteraciones en el funcionamiento hepático. El principal problema es que normalmente no se diagnostica, ya que la valoración clínica se centra básicamente en la obesidad subyacente, sin ir más allá.

Se ha observado que cerca del 30 % de los pacientes con esteatosis, sin tratamiento ni seguimiento específicos debido al bajo diagnóstico, progresan hacia un proceso inflamatorio. Y de estos, alrededor del 20-25 % acaban desarrollando cirrosis transcurridos diez años. Además, entre los pacientes con cirrosis, cerca del 10 % terminan con carcinoma hepatocelular, es decir cáncer de hígado, después de cinco años. De ahí la importancia de detectar a tiempo la enfermedad y tratarla para que no progrese a los estadios más avanzados.

Además, podría ser un factor de riesgo adicional de enfermedad cardiovascular, enfermedad renal crónica, endocrinopatías (incluidas diabetes mellitus y disfunción del tejido adiposo) y osteoporosis. Aunque el hígado graso tiene el problema adicional de no presentar signos ni síntomas bien definidos, se sabe que los afectados pueden experimentar fatiga crónica, dolor en la parte superior derecha del abdomen y un ligero aumento de las transaminasas.

El único tratamiento: dieta saludable y ejercicio

Hoy en día no existen tratamientos farmacológicos específicos para la enfermedad del hígado graso, por lo que los enfoques terapéuticos se centran en modificaciones en el estilo de vida, dirigidos principalmente a prevenir los factores de riesgo asociados. Estos cambios consisten, básicamente, en seguir unas pautas nutricionales basadas en la dieta mediterránea y realizar ejercicio físico con regularidad.

La dieta mediterránea se caracteriza por una elevada ingesta de de verduras, legumbres, cereales, aceite de oliva, frutos secos, pescado y productos lácteos, con poca carne y un consumo moderado de vino.

Se ha demostrado que este patrón dietético, tradicional de la cuenca mediterránea, posee propiedades cardiosaludables, lo que ayuda a prevenir la diabetes y la enfermedad del hígado graso, además de reducir el sobrepeso y la obesidad. Por todos estos motivos, debe fomentarse frente al consumo cada vez mayor de alimentos procesados y poco saludables.

En segundo lugar, mantenerse activo a diario resulta muy importante para tener una buena salud. Es aconsejable reducir los períodos sedentarios de más de dos horas y, siempre que sea posible, desplazarse de manera activa (andando o en bicicleta).

Por otra parte, si seguimos las recomendaciones de hacer ejercicio físico regularmente, debemos tener en cuenta que cada persona, dependiendo de su condición física, podrá realizar una actividad concreta y adaptada a sus posibilidades. Por ejemplo, para personas con sobrepeso u obesidad, lo más aconsejable es, como mínimo, caminar cada día, intentando llegar a los 10 000 pasos diarios, y realizar algún tipo de actividad física adicional personalizada de unos 30 minutos dos o tres días por semana.

¿Qué resultados se pueden conseguir?

Nuestro grupo de investigación en Nutrición Comunitaria y Estrés Oxidativo (NUCOX) ha llevado a cabo un estudio para averiguar los efectos de la dieta y la actividad física en los enfermedad del hígado graso.

Tras realizar una intervención nutricional y de promoción de ejercicio físico en pacientes de entre 40 y 60 años residentes en las Islas Baleares, pudimos observar cómo el contenido de grasa intrahepática, medido por resonancia magnética nuclear, disminuyó de forma significativa. Esto supone una reducción de la enfermedad del hígado graso que, en algunos casos, incluso se tradujo en una reversión de la dolencia.

Además, los participantes que presentaron una mejora del contenido de grasa hepática perdieron peso y experimentaron una disminución de los niveles de triglicéridos y transaminasas. Las transaminasas son unas enzimas que, si están en la sangre, nos indican la presencia de daño hepático. También relacionamos la actividad física realizada con una mejora del hígado graso y la capacidad aeróbica. Los pacientes con resultados positivos mostraban una mejor condición física y se cansaban menos.

Los pacientes que más se adhirieron a la dieta mediterránea fueron los que más mejoría experimentaron en la enfermedad del hígado graso y perdieron una mayor cantidad de grasa. Por último, después de la intervención, observamos una mejora de los biomarcadores de estrés oxidativo e inflamación, lo que nos indica un mejor funcionamiento del metabolismo.